La piratería china de comienzos del siglo XIX se vio
reducida al imperio absoluto de una mujer: Ching Shih, que por supuesto le
aportó los donaires, la fineza y la exquisitez propios del sexo débil.
-¿Débil?- Bueno, es
un decir
Ching Shih era una prostituta que
se convirtió en la esposa del señor Ching, que desde 1797 dirigía el consorcio
de los piratas. Sus barcos distribuían generosamente el terror a lo largo y
ancho de todos los ríos y los mares, hasta que el emperador, más que harto le
nombró maestre de los establos imperiales.
En este punto,
el relato de la crónica es contradictorio:
Según una primera versión, Ching desairó los honores
imperiales y continuó como si tal cosa, hasta que lo mataron en defensa propia
aprovechando un descuido en alguna escaramuza.
Otros cuentan que Ching se infló como un pavo tras recibir
su nuevo título y, por supuesto, una vez que el asunto se le subió a la cabeza,
fue perdiendo brío hasta el punto en que sus colegas del consorcio,
desolados, le obsequiaron con un plato
de orugas venenosas, servidas con una guarnición de rico arroz.
El caso es que Ching murió, y, con toda probabilidad, no de
muerte natural.
Su viuda, lejos de sentirse desconsolada se hizo cargo del
negocio familiar ocupando acto seguido el lugar de su marido. Y llevó el mando
y las cuentas con mano y voluntad de hierro.
La describen como "una mujer sarmentosa de ojos
dormidos y sonrisa cariada. El pelo renegrido y aceitado tenía más resplandor
que los ojos".
La señora Ching se convirtió en la reina absoluta de seis
enormes escuadras, con quinientos barcos de quince a doscientas toneladas cada
uno, dotados de veinticinco cañones en ambas bandas.
Los colores de las oriflamas eran rojo, verde, amarillo,
violeta y negro, y la sexta escuadra lucía el emblema de una serpiente. Sus
comandantes tenían nombres refinados del estilo de Pájaro y Sílex, Alto Sol,
Joya de Toda la Tripulación y Olla Llena de Peces.
El reglamento de la señora Ching era de todo menos
blandengue. Indicaba con meridiana claridad que "si un hombre va a tierra
por su cuenta, o si comete el acto llamado 'franquear las barreras', se le
horadarán las orejas en presencia de toda la flota; en caso de reincidencia, se
le dará muerte".
También prohibió "tomar a título privado la menor cosa
del botín procedente del robo y el pillaje. Todo será registrado, y el pirata
recibirá, de las diez partes, dos para él; las otras ocho corresponderán al
almacén denominado fondo general. Tomar lo que quiera que fuere del fondo
general traerá consigo la muerte".
La viuda, como
algunos tiranos de la antigüedad griega, cuando se ponía a pensar en castigar una falta, lo primero
que se le ocurría -por insignificante que fuera dicha infracción- era penarla
con la muerte, así que con las faltas graves ya no se le ocurría ninguna otra
penitencia mejor o más ejemplarizante: "Nadie deberá seducir para su
placer a las mujeres cautivas apresadas en las ciudades o en el campo y
llevadas a bordo de un navío. Se deberá, primeramente, pedir permiso al ecónomo,
y retirarse a la cala del navío. El uso de la violencia con una mujer sin el
permiso del ecónomo será castigado con la muerte".
Mientras su pequeño ejército se entretenía jugando a los
naipes, o cocinando, en el año 1808 una flota imperial, impresionante incluso
para la señora Ching, la atacó sin piedad hasta que los cadáveres flotaron en
el mar en tal número que bien podrían haberse confundido con la espuma de las
olas.
Pero la viuda, con sus ardides, sus profecías, su gong y sus
tambores, además de su encantadora ferocidad, venció en la contienda. El
almirante imperial, Kuo-Lang, no fue capaz de superar la derrota y acabó
suicidándose
El negocio de la viuda continúo siendo de lo más floreciente
durante un largo año más, justo hasta que el emperador le envía como regalo a
un nuevo almirante, Tsuen-Mon-Sun, que la somete a una tenaz y porfiada cruzada
que la deja exhausta y la humilla con la derrota.
A pesar de todo, la viuda Ching consigue rearmarse y continúa
con sus fechorías, gobernando escuadras cada vez más fortalecidas, devastando
aldeas y sembrando el terror allá donde pisa o navega, como un ángel de la
muerte.
Pekín le envía a un caudillo guerrero de los más temibles:
el almirante Ting Kvei, y la señora está a punto de sentirse derrotada, nada
más ver la puesta en escena pues el almirante irrumpe en el mar con una flota
inconmensurable armada de astrólogos y máquinas de guerra.
La viuda comprendió y
arrojó sus dos espadas al río, se arrodilló en un bote y ordenó que la
condujeran hasta la nave del comando imperial. Al subir a bordo murmuro -La
zorra busca el ala del dragón-
Se cuentan dos versiones bien distintas del fin de la viuda
Ching:
Para unos, llegó a un
acuerdo con el Gobierno y terminó dirigiendo una empresa de contrabando de opio
haciéndose llamar Esplendor de la Verdadera Instrucción, y quizá se sintió
satisfecha por una vez en su vida.
La otra versión cuenta que se retiró de las industrias del
mundo y se casó con un gobernador. De ser así, no se sabe a ciencia cierta si
volvió a enviudar o si, por el contrario, dejó viudo un día a ese santo varón
que tuvo los arrestos suficientes para volver a desposarla.
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