domingo, 10 de marzo de 2013

Mujeres piratas: Ching Shih


La piratería china de comienzos del siglo XIX se vio reducida al imperio absoluto de una mujer: Ching Shih, que por supuesto le aportó los donaires, la fineza y la exquisitez propios del sexo débil.
-¿Débil?-  Bueno, es un decir
Ching Shih era una prostituta que se convirtió en la esposa del señor Ching, que desde 1797 dirigía el consorcio de los piratas. Sus barcos distribuían generosamente el terror a lo largo y ancho de todos los ríos y los mares, hasta que el emperador, más que harto le nombró maestre de los establos imperiales.
En este punto, el relato de la crónica es contradictorio: 
Según una primera versión, Ching desairó los honores imperiales y continuó como si tal cosa, hasta que lo mataron en defensa propia aprovechando un descuido en alguna escaramuza.
Otros cuentan que Ching se infló como un pavo tras recibir su nuevo título y, por supuesto, una vez que el asunto se le subió a la cabeza, fue perdiendo brío hasta el punto en que sus colegas del consorcio, desolados,  le obsequiaron con un plato de orugas venenosas, servidas con una guarnición de rico arroz.
El caso es que Ching murió, y, con toda probabilidad, no de muerte natural.

Su viuda, lejos de sentirse desconsolada se hizo cargo del negocio familiar ocupando acto seguido el lugar de su marido. Y llevó el mando y las cuentas con mano y voluntad de hierro.
La describen como "una mujer sarmentosa de ojos dormidos y sonrisa cariada. El pelo renegrido y aceitado tenía más resplandor que los ojos".
La señora Ching se convirtió en la reina absoluta de seis enormes escuadras, con quinientos barcos de quince a doscientas toneladas cada uno, dotados de veinticinco cañones en ambas bandas.
Los colores de las oriflamas eran rojo, verde, amarillo, violeta y negro, y la sexta escuadra lucía el emblema de una serpiente. Sus comandantes tenían nombres refinados del estilo de Pájaro y Sílex, Alto Sol, Joya de Toda la Tripulación y Olla Llena de Peces.
El reglamento de la señora Ching era de todo menos blandengue. Indicaba con meridiana claridad que "si un hombre va a tierra por su cuenta, o si comete el acto llamado 'franquear las barreras', se le horadarán las orejas en presencia de toda la flota; en caso de reincidencia, se le dará muerte".
También prohibió "tomar a título privado la menor cosa del botín procedente del robo y el pillaje. Todo será registrado, y el pirata recibirá, de las diez partes, dos para él; las otras ocho corresponderán al almacén denominado fondo general. Tomar lo que quiera que fuere del fondo general traerá consigo la muerte".
La viuda, como algunos tiranos de la antigüedad griega, cuando se ponía a pensar en castigar una falta, lo primero que se le ocurría -por insignificante que fuera dicha infracción- era penarla con la muerte, así que con las faltas graves ya no se le ocurría ninguna otra penitencia mejor o más ejemplarizante: "Nadie deberá seducir para su placer a las mujeres cautivas apresadas en las ciudades o en el campo y llevadas a bordo de un navío. Se deberá, primeramente, pedir permiso al ecónomo, y retirarse a la cala del navío. El uso de la violencia con una mujer sin el permiso del ecónomo será castigado con la muerte".


Mientras su pequeño ejército se entretenía jugando a los naipes, o cocinando, en el año 1808 una flota imperial, impresionante incluso para la señora Ching, la atacó sin piedad hasta que los cadáveres flotaron en el mar en tal número que bien podrían haberse confundido con la espuma de las olas.

Pero la viuda, con sus ardides, sus profecías, su gong y sus tambores, además de su encantadora ferocidad, venció en la contienda. El almirante imperial, Kuo-Lang, no fue capaz de superar la derrota y acabó suicidándose
El negocio de la viuda continúo siendo de lo más floreciente durante un largo año más, justo hasta que el emperador le envía como regalo a un nuevo almirante, Tsuen-Mon-Sun, que la somete a una tenaz y porfiada cruzada que la deja exhausta y la humilla con la derrota.
A pesar de todo, la viuda Ching consigue rearmarse y continúa con sus fechorías, gobernando escuadras cada vez más fortalecidas, devastando aldeas y sembrando el terror allá donde pisa o navega, como un ángel de la muerte.
Pekín le envía a un caudillo guerrero de los más temibles: el almirante Ting Kvei, y la señora está a punto de sentirse derrotada, nada más ver la puesta en escena pues el almirante irrumpe en el mar con una flota inconmensurable armada de astrólogos y máquinas de guerra.
La viuda comprendió y  arrojó sus dos espadas al río, se arrodilló en un bote y ordenó que la condujeran hasta la nave del comando imperial. Al subir a bordo murmuro -La zorra busca el ala del dragón-
Se cuentan dos versiones bien distintas del fin de la viuda Ching:
 Para unos, llegó a un acuerdo con el Gobierno y terminó dirigiendo una empresa de contrabando de opio haciéndose llamar Esplendor de la Verdadera Instrucción, y quizá se sintió satisfecha por una vez en su vida.
La otra versión cuenta que se retiró de las industrias del mundo y se casó con un gobernador. De ser así, no se sabe a ciencia cierta si volvió a enviudar o si, por el contrario, dejó viudo un día a ese santo varón que tuvo los arrestos suficientes para volver a desposarla.

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